#145: Gilles Dauvé (III)

Félix Vallotton - La paresse - 1896

Finalizamos la entrevista al compañero Gilles Dauvé (1947) reflexionando sobre la comunización, la cuestión sexual, el feminismo… y, enlazando con la primera entrega, rememorando la influencia de Invariance y el papel de los situacionistas en Mayo de 1968.

#144: Gilles Dauvé (II)

labanquise-n02-12_color

Seguimos conversando con el compañero Gilles Dauvé (1947), que nos habla, en esta segunda entrega, de su relación con el Movimiento Ibérico de Liberación, de Portugal, de la autonomía italiana, del conocido como “affaire Faurisson” (la polémica negacionista en la que se enfangaron algunos de sus antiguos compañeros) y de la evolución de los movimientos de lucha desde los años 70 hasta el presente, con toda la movida de los “chalecos amarillos”.

Francesca

Los tres textos que siguen son un homenaje a Francesca, militante revolucionaria de origen italiano fallecida hace algún tiempo, sobre sus experiencias portuguesas de los años 70, fuertemente marcadas por la lucha de clases y el feminismo. Escritos por algunas de las personas que la acompañaron en dichas aventuras (Amélia Resende, Júlio Henriques, Sakarina), fueron publicados en el #4 de la revista lusitana Flauta de Luz (marzo 2017), y traducidos y narrados por nuestra compañera Pastora para nuestro programa #124: Portugal, 1975-1975 (IV), el 20 de diciembre de 2017.

FRANCESCA

Amélia Resende

Eran las cuatro de la mañana cuando me despertó en Rego. Una de las primeras comunidades urbanas en Lisboa, después del 74, en el barrio de Rego. Éramos 3 amigas y nuestros respectivos novios viviendo juntos, en régimen colectivo compartiendo espacios, tareas y aprendizajes.

Quería la maleta que estaba colocada en el balcón de mi cuarto allí, al fondo del pasillo. Me dijo:

-No me preguntes nada. Ni vengas a la ventana a ver con quién voy.

Me quedé boquiabierta.

La muchacha que la víspera había preparado pasta boloñesa para todos y que en medio de la cena se exaltaba y se reía, se iba ahora así. Una mano apretando el abrigo, la otra cargando la pesada maleta, desapareció escaleras abajo…

Esa era la circunstancia de Francesca. Obligada a una doble vida. Con el cuchillo siempre sobre la cabeza. Revolucionaria, había huido de Italia a Argelia. Con apenas 17 años. Recogida más tarde en el Portugal del 25 de abril.

Aunque había estado cerca de ella muchos años, nunca supe exactamente lo que hacía. Muchos años después oí que había estado ligada a las Brigadas Rojas en Italia. No sabía cual era su nombre verdadero. Francesca durante mucho tiempo, en Oporto, habría de llamarse Mafalda. Sólo hace unos meses en un reencuentro con su hijo Daniel habría de conocer su nombre. Quedó siempre un rostro. Quedó la persona.

Todavía hoy tengo los hilos de bordar de colores….y un cuadrado de satén negro con un arco iris saliendo del tejado de la casita en la montaña… es para que hagas un cojín. Esos trabajos hacía ella cuando estábamos las tres viviendo en el Pontal, cerca de la isla de Faro. Me habían destinado a la escuela de esa ciudad repentinamente, y mis amigas Rebecca y Francesca, en un gesto de solidaridad, decidieron acompañarme.

Rebeca y yo teníamos trabajo. Ella encontró empleo en una agencia de viajes. Pagábamos la renta. Francesca preparaba las comidas y bordaba cojines para vender.

Teníamos un cuaderno en común. Allí escribíamos textos. El Diario de las Pontalinas. Teníamos grandes conversaciones sobre el amor, el matrimonio, las relaciones abiertas, las complicidades entre amigas y los amantes, la amistad. Procurábamos extirpar los celos de nuestras relaciones e íbamos recibiendo a los amigos o eventuales novios de cada una con un espíritu abierto, intentando un nuevo abordaje a la vida. Integrábamos en nuestras prácticas las lecturas de Reich y de las feministas.

Hacer de cada problema un descubrimiento. No retroceder, porque el tiempo es de subida. El problema es el sufrimiento. Sufrimiento de sentir que los otros nos amaran menos. Pero ¿Será verdad que nos aman menos o es sólo que empiezan a amar a otros también? La solidaridad entre las mujeres o el difícil dilema entre asumir un deseo y la renuncia. Un hombre en nuestra vida. Y el sufrimiento, ¿qué es? Entre la verdad y mi ego, ¿cuantas ilusiones? ¿Trampas?

Yo quería seguir amando a Francesca como hasta entonces. Y porras, sin pedirle renuncias. Compartir los amigos y los amantes como quien se va ofreciendo personas y cosas.

Buscando nuevas relaciones. Es preciso no retroceder. Atrevámonos a todo. No porque es preciso que así se haga, sino porque vivir diferente sea tal vez mejor (fragmento de un texto mío de la época).

Es preciso que así se haga, vivir diferente sea tal vez mejor.

Sus tardes bordando y leyendo le daban ocasión para devaneos y reflexiones. Por la noche compartíamos los secretos del día, como por la mañana nos contábamos los sueños. Francesca era muy crítica. A veces provocadora. Me gustaba eso. Nos enfadábamos y después nos reíamos de nosotras mismas.

Francesca daba grandes carcajadas y entre acaloradas discusiones se le empañaban los ojos y se le escurría una lágrima… Se conmovía mucho mi amiga. Mujer de pasiones. Pasión por las ideas, por la política, por el amor. Fiel a sus amistades, incluso ya distantes, siempre me buscó. Y escribía cartas donde contaba sus luchas. Sus desánimos, pero también su fuerza.

“¡Luchar!¡Luchar! Me gustaba una comunidad de vecinos…gente que me conocía, me comprendía, me amaba…, en fin…,¡sueños!…” (Fragmento de una de las últimas cartas de Francesca para mí.)

Un beso, hermana.

***************

ARDIENTE NOSTALGIA

Júlio Henriques

Cuando, mucho después, supe de su muerte, se me hizo un nudo en el estómago. Paralizado. Incluso en vida, era cierto que moríamos demasiado los unos para los otros.

Después, su presencia me obcecó, por ser ausencia sin remedio. Y una ardiente nostalgia me llevó de vuelta a los jubilosos tiempos. A la Calle Señora del Monte, en el barrio de Gracia, en Lisboa, donde durante tres años constituiríamos una pequeña y oscilante comunidad de amigos, amigas y compañeros.

La inicié con Phil Mailer, autor de un libro importante, y fue siempre internacional: María Luísa Carvalho, brasileña, Gerry Vignola, australiano, Marie-José Gibard, francesa, el discreto Albano, de Oporto, Francesca, italiana, el viajado Jaume, catalán…Y amigos y amigas de paso, casi siempre “extranjeros”, unos que se quedaban, otros que se iban, para cooperativas agrícolas de Ribatejo o del Alentejo, para otros lugares y acciones. Nos encontrábamos en pleno proceso revolucionario en curso. Era para todos un privilegio la feliz coincidencia de nuestra juventud y de la eclosión de un éxito tan infrecuente en este país, un movimiento social de características revolucionarias. Había en casa un no parar, dormía allí el doble de personas de las que vivían. Esas idas y venidas eran pretexto para fiestas, que teníamos cuidado que no fuesen ruidosas, porque en aquel edificio nuestro piso era el único alquilado, todos los demás eran de propiedad y sus respetables moradores tenían por nosotros una evidente aversión, no porque físicamente les incomodásemos, sino por aquello que para ellos debíamos representar. De modo que nuestro uso del ascensor era considerado abusivo, por haber mucha gente subiendo y bajando, y cuando en el edifico sucedían cosas como una inundación accidental, la culpa era nuestra. No lo era, nunca lo fue, pero me citaban a las reuniones de propietarios para ver si conseguían echarnos; llegaron a hacer intervenir a la propietaria del piso, que se había ido a vivir a Inglaterra muy perturbada con la situación en Portugal, pero un abogado amigo nuestro nos libraba de esos apuros.

Entre los que iban y venían había una figura impagable, Bill Lomax, profesor de sociología en Nottingham y autor de un libro excelente, Hungary fifhtysix, sobre la Revolución Húngara de 1956, que Maria Luísa y yo tradujimos pero que no conseguimos editar. Bill hizo en la pastelería que había en la calle un descubrimiento asombroso, el café con orujo, del que se volvió asiduo catador porque, decía, le abría la mente y le ponía de buen humor. Era también un esmerado cocinero con una nítida preferencia por el chili con carne, que hacía al estilo mexicano, con pólvora, y que le llevaba una mañana entera elaborar, mientras bebía vinos.

Entre los más asiduos de la casa, Sakarina, francesa de París, que hizo sucesivos trabajos universitarios sobre la nueva situación en Portugal y nos apasionaba (apasionando a Francesca); Samuel Thirion, joven agrónomo francés en cuya tesis estudió detenidamente las ocupaciones de tierras en Ribatejo (y cuyo coche, que se caía a pedazos, nos sirvió muchas veces de taxi): Jorge Valadas-Charles Reeve, que a veces apaciguaba los entusiasmos políticos excesivos; Teresa Sarsfield Cabral, también muy empeñada en las luchas sociales, y que entonces todavía se encontraba en su largo paréntesis de la pintura; el exaltado (y exaltante) Zé Maria Carvalho Ferreira; la nostálgica Conceição Jorge, libertaria originaria de Évora (de quien Zé Maria se enamoró en una de nuestras fiestas); la querida amiga Luísa Cruz (de la entonces Cooperativa Assírio & Alvim) – personas que, a la vez que hacíamos allí de modo artesanal la revista Subversão Internacional, convivíamos íntimamente con Francesca, sobretodo Luísa y Sakarina.

Francesca estaba interesada en cuestiones de fondo, la condición femenina, el feminismo, las nuevas y fértiles relaciones humanas. En este vasto campo ¡había tanto que hacer! Pero ella, exiliada italiana, venía de un país que entonces era un laboratorio de contestación y donde todas esas “materias” eran abordadas desde la revolución social. De ahí también su particular energía, su lenguaje más conceptual, alimentado en el terreno de las grandes luchas sociales que en Italia venían de mediados de los años 60 y ya habían hecho emerger la problemática crítica al trabajo asalariado surgida en fábricas y ocupaciones: trabajando, nosotros los obreros producimos capital.

A pesar de eso, ¡qué joven era Francesca! Poco más de 20 años, figura frágil, mirada a menudo irónica y divertida, habla rápida, gimnástica, muy viva, de donde de repente irrumpían espontáneas risas y carcajadas. Casi todos vivíamos de pequeños trabajos y chapuzas, y no siempre era abundante el banquete. Lo fue, curiosamente, durante la estancia de Jaume, eximio en expropiaciones. Y a Francesca no sólo le gustaba cocinar, además sabía: cuando un día me vio romper los espagueti, ¡qué indignación!

Todos éramos muy activos en aquella época, casi todos formábamos parte del colectivo libertario Combate (del periódico del mismo nombre), que tenía una librería, Contra Corriente, en la Calle Atalaia, en el Barrio Alto, y defendía a todo trance la autonomía de los movimientos de trabajadores. El ambiente en casa era de debate frecuente, con algunos periodos de calma por los que discurrían dudas, cuestionamientos, y a veces, después del contragolpe del 25 de noviembre del 75, un problemático desaliento no admitido. Entre nosotros, que llevábamos a cuestas alguna dosis de lucidez en relación con el movimiento social y sus límites, la resaca no fue muy violenta, pero en nuestras proximidades había casos de fuertes depresiones, de agudas conmociones. Momentos de esos también los tenía Francesca, pero más encerrada en su cuarto que a la vista. Sabíamos muy poco de la biografía de cada uno; era, seguro, por mutua discreción, pero sería también prurito de militancia, seguramente absurdo, pero entonces vigente, sobretodo entre los hombres. Por eso, de Francesca sabíamos que era italiana y poco más; y no forzábamos la puerta de sus necesarios silencios.

Estaba muy implicada en el Movimiento de Liberación de las Mujeres MLM, cuyo modesto periódico, el 8 de Marzo, traía para que los distribuyésemos, así como el extraordinario e inspirador libro colectivo americano, importantísimo en la época (y aún hoy), Our bodies, Ourselves, que estaba siendo traducido en el MLM, del que Maria Luísa también tradujo partes y que circulaba mucho entre nosotros, en fotocopias, también en el Colectivo Combate, en cuya librería eran organizados encuentros sobre el aborto (que en Portugal sólo fue legalizado en 2007, por referéndum); desgraciadamente ese libro, traducido en muchos países, nunca pudo ser editado en Portugal.

Pero incluso entre nosotros había respecto al feminismo discusiones exaltadas, por cierto con buenos equívocos de por medio, porque la “cuestión feminista” no era tan obviamente clara para todos y ciertamente respirábamos lo que en ese tiempo aún había de malos aires en torno al asunto. Pudimos de hecho comprobarlo muchas veces. Son relevantes dos sucesos. El primero, el 13 de enero de 1975 (Año Internacional de la Mujer), en Lisboa, con el ataque a la primera manifestación pública del MLM, que no pudo efectuarse. Cuando el desfile aún no había comenzado en el Parque Eduardo VII, surgieron de repente grupos compactos de hombres (incluso “de izquierdas”), venidos de las inmediaciones y con algunas mujeres, que de modo histérico y con gran griterío comenzaron a agredir físicamente a las manifestantes, en su mayoría muy jóvenes. Los asistentes, entre ellos reporteros de la Radio Televisión Portuguesa que hacían la cobertura, se lanzaron en su auxilio, pero varias chicas necesitaron atención médica y hospitalaria. Fue algo de locos, que nos dejó estupefactos, porque estábamos en la ascensión del espíritu libertario que en ese periodo alteró la sociedad portuguesa. En plena refriega, recordé haber visto subir la Avenida de la Libertad, a paso rápido, grupos de hombres y jóvenes (algunos de extrema izquierda, que yo conocí de vista) que iban diciendo entre ellos algo que en ese momento no comprendí: “Se van a enterar.” Habían circulado rumores provocadores en varios periódicos según los cuales las feministas iban a quemar símbolos de alienación de las mujeres y a hacer stripteases, y eso parecía haber excitado aquellas mentes. Era mentira; los pasquines y las pancartas del desfile exponían reivindicaciones esenciales y urgentes de igualdad en el trabajo y en toda la sociedad. Pero aunque hubiese sido verdad, ¿cómo podía explicarse tal deflagración de violencia contra las mujeres?. Recuerdo haber recibido, en “respuesta” al relato que entonces publiqué en el Expresso, una serie de cartas de lectores llenas de insultos.

El otro incidente ocurrió más tarde. Francesca, Marie-José y yo fuimos al Cine Monumental en Saldaña (un cine normal, de buen tono) a ver la película franco-italiana La última Mujer de Marco Ferreri, que acababa de salir (es de 1976) y aborda críticamente las relaciones tenidas como normales entre hombres y mujeres. El cine, que era grande, estaba lleno. A partir de cierto momento, ya al final, a medida que el enredo va mostrando el “machismo corriente” del personaje central Gérard, interpretado por Gérard Depardieu (premiado por ese papel), la sala empezó a alborotarse anormalmente, gritando ruidosos improperios y abucheos. Y cuando, en medio de sus contradicciones irresolutas, Gérard decide castrarse con un cuchillo eléctrico en la cocina, los ruidoso insultos llegan al máximo, a la histeria. Francesca y Marie-José ya antes habían buscado responder, intentando yo refrenarlas, pero al final no se contuvieron e intentaron contraponer argumentos a aquellas enormidades, hablando portugués con su visible acento extranjero. A causa de la agitación las luces de la sala se encendieron cuando los créditos estaba todavía rodando, y en un instante, nos cayó encima una multitud furiosa que pronto nos tiró al suelo, nos sacó a puntapiés, a rastras hasta la calle, agrediéndonos con todo lo que tenía a mano (recuerdo los paraguas empuñados por las señoras). Ya en la calle sólo conseguimos esquivar los golpes, que no cesaban, arrastrándonos debajo de los coches allí estacionados. La chusma que se tiró a nosotros, trastornada y rencorosa, estaba constituida por hombres y mujeres de diversas edades. Después de haberse dispersado, un joven, dejando pasar algún tiempo, vino gentilmente a llamarnos. Se había mantenido allí para ayudarnos; y bien que lo necesitábamos.

Estos episodios fueron particularmente chocantes, pero Francesca, que hacía grandes trayectos a pie, tenía pequeños conflictos en su día a día, importunada con frecuencia en la calle. A causa de eso, llegó a proponerme que organizásemos una escena teatral de calle, que consistiría en lo siguiente: ella caminaba paseando, yo (haciendo el papel de inoportuno cretino) la abordaba con la típica insistencia, ella intentaba repetidamente repelerme de palabra y al final como no lo conseguía, dándose la vuelta sacaba una pistola, me pegaba dos tiros en las piernas, huía y yo caía chorreando sangre.

Nunca llegamos a hacer la escena porque implicaba varias colaboraciones, mayormente de seguridad; ya una vez, en otras circunstancias, en que satirizábamos en una acción teatral de calle el circo electoral nos vimos obligados a pedir refugio en el Teatro de la Comuna perseguidos por una bandada de espectadores que nos quería “linchar”.

Con la división del movimiento social, que perdió aliento y capacidad autónoma, nos fuimos también dispersando. Casi todos los compañeros de fuera volvieron a sus países de origen, y los de aquí cambiaron de lugar o emigraron. A decir verdad en cierto momento quedábamos Francesca y yo. Yo quise crear una pequeña comunidad en el campo lejos de Lisboa, experiencia que no resultó por falta de las necesarias competencias. Y a partir de ahí nos fuimos perdiendo el rastro, marcándonos a todos, ciertamente, el desfavorable contraste con los alegres días que, lo veíamos ahora, habían desaparecido y nos dejaban en la boca el amargo sabor de la despedida.

Unos dos años después, sabiendo que Francesca se había ido a Andorra, donde había encontrado trabajo en un hotel, Sakarina y yo fuimos a visitarla en coche desde París, donde ambos estábamos por aquel entonces. Nos conmovió verla en aquel lugar tan diferente, y verla transformada, como si hubiese cambiado de planeta mental, adherida a un misticismo que no pudimos comprender pero al que parecía haberse entregado. Al mismo tiempo, no obstante, estaba sucediendo algo hermoso, cuya aura no podía pasarnos desapercibida: estaba embarazada de su primer hijo, Daniel. Después de eso, años más tarde, la supinos en Oporto, y llegué a encontrarla, nuevamente cambiada, en una animosa fiesta militante organizada en una asociación de barrio. Ese día, de nuevo sonriente, la vi alegre y hasta me pareció feliz. Es el retrato, tal vez imaginario, que deseo guardar de ella.

*******************

MISIVA

Sakarina

No es fácil escribirte, apartada como estoy de ti hace tanto tiempo. Nos encontramos ambas en Portugal en la misma época, pero separadas después por nuevas formas de vivir, me llevó a creer que ya estábamos lejos la una de la otra. Y ya no me escribías, aunque aún me hayas escrito en este siglo. Yo en cambio, no reaccioné a tiempo – tristes enredos. A veces me aparto de los que amo. Tú también eras así.

Escribiéndote hoy aquí, ya fallecida, hablo también de mí. Y aunque parezca que ahora te escribo para hacerme perdonar, no es eso. Bromeabas conmigo a menudo diciéndome entre maliciosa y experimentada: “¿No te quedas? ¿Ya te vas? ¿Huyes? Pero , ¿por qué?”

Nos encontramos en la casa del barrio de Gracia. Éramos muy jóvenes y a pesar de eso ya habíamos vivido mucho, de diferentes modos, y la suma de cada una de nuestras vidas había creado en nosotras una disponibilidad jubilosa y dramática, loca y simple, paradójica, con desvíos, malicias, generosidades, raramente desconfianza, porque eramos desinhibidas.

Y después, tú más pequeña y yo más alta, eras tú la que me protegía. Cerca de ti me sentía tranquila y amparada, como si alrededor no hubiese riesgos. Una noche, sobre las tres de la mañana, volvíamos las dos andando, ya no sé de dónde, entrelazadas, y yo casi me sentía en tus brazos. Caminábamos mucho, por lo menos de la Estrella hasta Gracia (no teníamos dinero para el taxi), y, como a veces pasa, de repente me sentí muy frágil, inmersa en un sentimiento de peligro, sin referencias ni límites. Y tú me agarraste y me llevaste de la mano a través de la noche en leves pero seguros pasos. Los tipos que nos veían pasar parecían no comprender lo que veían, sin importunarnos, y a veces un tanto perplejos. Se desprendía de nosotras algo de misterioso y pacífico, como si de hecho caminásemos aureoladas de niebla. Nunca me sentí ridícula por confiar tanto en una chica tan aparentemente frágil.

Pero no voy a contar todo esta noche, no vamos a dar el espectáculo…

Tu tenías tu bonito acento italiano, yo mi terrible acento francés. En sordina me decías que no siempre te llamabas Francesca, y yo, que ya había cambiado de nombre tantas veces, encontraba eso natural.

_ “¿Y también cambiaste de apellido?”

– “¿Por qué me preguntas eso?”

– “Bueno, si cambias de nombre, también puedes cambiar de apellido. ¡De tamaño no puedes!”

Y te echabas a reír, como si yo hubiese sido sutil. Porque estabas tan dispuesta para la risa como para la inquietud y la autodefensa. Se agitaba en ti una vida de verdad, vibrante y responsable. Pero ¿cómo hacías para tener en el rostro esa inocencia? La primera vez que me viste, me tomaste por un chico; en ese tiempo yo era andrógina. Después hablé y seguiste teniendo la misma impresión. Después me quité el abrigo y pensaste que era una chica. Y esa misma noche, sobre las dos o las tres de la madrugada, me dijiste: “Me da lo mismo, chico o chica me gustas igual” Todo tan natural, antes de transgéneros y compañía. Después me quedé tres meses con vosotros esa vez, y durante bastante tiempo nos escribimos. Y me decías: “Tú y yo alegramos esta casa.”

¿Digo más? Una noche decidimos dormir juntas. Algo inseguras, como cuando de repente nos volvemos tímidas. Y aún en el vestíbulo comenzamos a besarnos, naturalmente, sin preocuparnos de con quien estábamos. Pero de repente sonó el teléfono, primero para ti, después para mí. Eran chicos. Nos miramos – y nos reímos. Y tú dijiste: “¿Vamos?” Yo respondí que sí, pero tú enseguida añadiste: “¡Porras, los tíos ganan!”

Y ahora ahí están tus hijos, y, ya lo sabemos, crecidos, hermosos, encantadores – uno anda por Polonia, al otro le gusta mucho la República Checa. Un día de éstos les conoceremos.